“La boca puede mentir, pero la mueca que se hace en ese momento revela, sin embargo, la verdad” F. Nietzsche
Estamos instalados de modo inconsciente y permanente en la sociedad de la imagen. Por cualquier adverbio de lugar por el que transites, te encontrarás una imagen fija o en movimiento, imagen que usualmente te amenaza, te distrae, te erotiza o simplemente te relaja. Estamos tan acostumbrado a convivir con ellas que frecuentemente, aún viéndolas y sintiéndolas, no reparamos ni en su presencia ni en su mensaje: ¿es perfume, televisor, chica amarilla o negra, calzoncillos o pantalones simples y molientes?; ¿la música que las envuelve es de Sakira o del Fari?. Las vemos, adivinando de pasada su slogan, como algo que ya es consustancial a nuestro ser, envolviendo con suavidad nuestra vida cotidiana como si de un sari de seda indio se tratara.
Pero están ahí esperando que su mensaje hiera nuestro consciente y que con la sangre vertida vayan vehiculados nuestros deseos y nuestros dineros en busca de los objetos tan sutilmente mostrados. Es el fuerte juego que el consumo propone entre las apariencias y las realidades, entre lo útil y lo inútil, entre lo necesario y lo superfluo, entre la vanidad y la modestia. Constituyen la infantería del imperio del émulo.
Pero cuando recibimos las imágenes de la realidad circundante, de la cercana, de la realidad que podríamos tocar si nos lo permitieran, entonces nuestras percepciones son otras muy distintas. Nuestra atención se centra en lo mostrado y dicho, sea con música o con fuegos artificiales de fondo, y prestamos oído y vista para desentrañar la verdad de la maraña informativa que a borbotones se nos ofrece. Y aún así, erramos con frecuencia en la formación de nuestras percepciones y criterios. Bien es cierto que lo obvio siempre nos queda claro: el agua torrencial arrasadora, las cenizas volcánicas, las cornadas del toro o los goles marcados no admiten otra interpretación que la de lo estamos viendo. Son imágenes capaces de expresar por sí mismas lo que muestran. Ahora bien, cuando vemos y oímos en directo o en diferido al predicador, al político o al simple charlatán ¿comprendemos en toda su extensión lo que su fluido verbo nos transmite enmarcado por el plano americano de su imagen y envuelto en los tules de la tamizada luz y de la evocadora música? ¡Cuánta mentira hay detrás de todo lo que diariamente vemos y oímos!
Vivimos en una sociedad aparente y permisiva, en la que prevalece la ausencia de criterios bien formados y en la que, por abulia y otros vicios, los ciudadanos tienden a dar por ciertos o por buenos o por asumibles los principios que marcan la convivencia y los objetivos a conseguir por la comunidad.
Entrenémonos y miremos a través del cristal de la expresión corporal y descubramos por nosotros mismos, sin intermediarios ni interpretadores, cuánto hay de verdad o mentira en todo lo que nos exponen día a día ante nuestras narices.