España ha sido, desde largo tiempo, una nación con las tradiciones bien arraigadas en el pueblo común. Y ha hecho gala de ello. Desde las épocas más remotas de nuestra excepcional historia han llegado hasta nosotros –hoy menos poseídos de nuestra identidad que en cualquier otra- montones de costumbres que han moldeado nuestra manera de ser y de estar. Desde dentro y desde fuera nos reconocíamos y nos reconocían. No es preciso buscar una identidad, hasta ahora, más definida o con más carácter que la nuestra porque simplemente no la encontraréis. Tardamos ocho siglos –que se dice pronto- en reconquistar el territorio que nos usurparon los árabes. Eso es tener paciencia, conciencia de nación, carácter para hacerlo y esa lentitud de movimientos y cohesión que nos ha acompañado como una leyenda dividida entre lo real y lo imaginado.
Sin más rodeos, a lo que voy. Desde el siglo trece más o menos, una panda de gandules ha transitado por los entre muros de universidades, monasterios, abadías, pensiones y tabernas que, bajo la escusa de la escasez de sus recursos, iban buscando esa sopa boba elaborada con sobras y caldos de hueso de gallina y que, como pago de su sustento, entregaban con ingenio pícaros, cultos y perspicaces cantares: eran los llamados sopistas. Con el tiempo devinieron en tunos y los tunos en tunantes. Los sopistas de hoy siguen la tradición, o costumbre si lo preferís, de tomar la sopa boba que el bobo pueblo pone a su disposición sin recibir nada a cambio que suene a culto, ingenioso o inteligente. Ya no transitan por los entre muros de las universidades, aunque han tenido la habilidad de convertir las posadas y tabernas en vanos “parlamentos” en donde reposar la suculenta sopa boba que exigen con pertinaz desvergüenza a artesanos, labradores, industriales y otras gentes de bien. Los políticos de hoy –tunantes antes que tunos, al fin y al cabo- ya nos son los mendicantes goliardos del ayer que entre bandurrias, guitarras, panderetas, cintas de seda y cuchara y tenedor de palo portaban sus raídos atuendos por barrios estudiantiles deleitando con sus sonares al pueblo llano que los acogía con regocijo y buena dosis de piedad, pues en la mayoría de los casos no han sido ni estudiantes, pero si sopistas. ¡Ni un día sin su sopa boba!
Llegado el caso, nos estamos convirtiendo en pamplinas, en simples. Simplemente todos. Gobernantes y gobernados hacen gala de un papanatismo a todas luces fuera de nuestra comprensión y entendimiento. Es la simpleza de nuestra visión sobre el mundo que nos rodea, la que nos impide medir el alcance de la revolución o sedición según se mire, que está produciéndose en nuestro más cercano entorno. Los políticos son unos papanatas que son engañados tan fácilmente como ellos mismos engañan. Las mañanas, las tardes y las noches están llenas de pamplinadas. Da vergüenza ajena contemplarlos. ¿Se creen ellos lo que dicen pensar? ¿Se cree el pueblo lo que dicen o piensan esta caterva de inútiles paniaguados? Sea como fuere el navío capa el temporal por sí mismo, por su propia estructura marinera, pero sin que ni marinería ni pasaje tenga el más mínimo interés en fijarle un rumbo. Ya escampará, ya pasará la tormenta, como en otros tiempos. Ya vendrá la deseada reacción. Así de simple, aunque en el fondo subyace la terrible idea de que el naufragio es posible. La simpleza, el papanatismo, la ramplonería, la incapacidad y el tener el estomago lleno con la sopa boba les impide a unos y a otros reaccionar.
Muestras de simplezas, las traigo a colación de los aconteceres de hoy mismo: mi apellido puede ser que sea o que no y su católica majestad no recibe al Papa. Lo dejaremos todo al simple arbitraje.
Artolus